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El enigma del coronavirus: cómo afecta a personas de diferentes edades

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El SARS-CoV-2 es un ejemplo extremo del misterio de la infección: puede matar a algunos y pasar desapercibido para otros. Explicamos los factores que influyen en el riesgo de cada persona, desde la edad y la inmunidad hasta la genética y el ambiente, pasando por la carga viral y el gran cajón de las patologías previas.

El coronavirus es capaz de acabar con la vida de algunas personas mientras que otras apenas sufren unos síntomas más o menos incómodos. / Adobe Stock

El nuevo coronavirus es una caja de incertidumbre. Las dudas se acumulan alrededor de las restricciones, de las repercusiones económicas, políticas y sociales. Pero, ante todo, es llamativo cómo un mismo agente es capaz de acabar con la vida de algunas personas mientras que otras apenas sufren unos síntomas más o menos incómodos, que haya incluso quien pasa por él ignorando su presencia.

¿De qué depende esta variabilidad? A día de hoy, sabemos que ciertos factores pueden influir en el riesgo.

Defensas inexpertas, la ventaja infantil

En el momento en que se escribe este artículo, es difícil saber el porcentaje de niños y niñas que adquieren la infección. Unos estudios dicen que se contagian de forma similar a los adultos, otros que lo hacen en una proporción bastante menor.

En cualquier caso, el número de niños infectados es más que suficiente como para saber que en ellos, como sucedió en las epidemias de SARS y MERS —primos hermanos del nuevo coronavirus—, la enfermedad es generalmente leve. Que las complicaciones rayan lo anecdótico y están muy lejos de las vistas en adultos.

Una de las explicaciones más extendidas es que su sistema inmunitario es más fuerte que el de los ancianos. Paradójicamente, se podría decir que es lo contrario. “Es la inmadurez de sus defensas lo que probablemente hace que tengan una mejor respuesta”, explica José Hernández-Rodríguez, médico internista y responsable de la Unidad Clínica de Enfermedades Autoinflamatorias en el Hospital Clínic de Barcelona.

Cuando el organismo recibe al virus, se ponen en marcha dos sistemas de defensa. Uno, el más rápido, es la inmunidad innata, que reconoce patrones comunes en muchos microorganismos. Otro es la inmunidad adaptativa, que incluye a los famosos linfocitos, y que se dirige a partes mucho más específicas del visitanteAmbos sistemas se hablan y orquestan la respuesta.

Con el nuevo coronavirus sucede algo curioso: por alguna razón aún no bien conocida, en algunos pacientes, los más graves, el virus irrita a las defensas hasta desatar una tormenta citoquínica o inflamatoria, como si la amenaza fuera mayor de lo que realmente es.

Esa tormenta provoca lo que los especialistas llaman coloquialmente un pulmón líquidoy es lo que en la gran mayoría de los casos está provocando la muerte. Eso no sucede en los niños, cuyo sistema es incapaz aún de generar una respuesta de tal envergadura. Su aparente debilidad final parece ser la que los protege.

La edad y las paradojas de la inmunidad

Ahora bien, ¿por qué algunos adultos y bastantes más ancianos desarrollan esa tormenta y otros no? “Parece que tiene que ver con el estado de la maquinaria inmunitaria. Los mayores tienen una maquinaria más inflamatoria”, explica Manel Juan, jefe del Servicio de Inmunología en el mismo hospital.

Con el tiempo, las defensas tienden a sufrir un proceso llamado de inmunosenescencia. Eso no supone que sean incapaces de responder, sino que se disponen en un modo de alerta permanente y excesiva, como si estuviesen irritadas, lo que contribuye a que con la edad haya más enfermedades autoinmunes.

Además, “la comunicación entre la inmunidad innata y la adaptativa funciona de manera distinta con la edad”, explica Manel Juan, lo que dificulta frenar a tiempo la respuesta, “y eso aumenta la probabilidad de que tenga lugar la reacción final”. Una reacción que algunos han descrito como “una alarma de humo que nunca se apaga”.

En los niños ese proceso no tiene lugar, pero sus sistemas son suficientes para frenar el avance del virus. Su inmadurez es una ventaja frente a un microorganismo nuevo. “Son más capaces de fabricar anticuerpos de distintos tipos que pueden bloquear al virus”, razona Hernández. “Tienen todas las opciones de respuesta abiertas”, corrobora Juan.

Con el paso del tiempo, las defensas se especializan en atacar a los microorganismos ya conocidos, lo que les ayuda con los que resultan parecidos. Y, como en una autobiografía infecciosa, “las infecciones pasadas pueden influir en el riesgo de desarrollar la tormenta inflamatoria, modulando la respuesta y exagerándola”, asegura Manel Juan. En cambio, los niños tienen menos experiencia, y el abanico de linfocitos capaces de reconocer amenazas nuevas es mayor y más adaptable. “Son más plásticos”, añade Hernández.

La inmadurez les ayuda con este coronavirus, pero no con otras infecciones menos originales. En el caso de la gripe, son tanto los ancianos como los niños de menos de cinco años los más afectados. Y en la gripe española de 1918 se añadió el grupo de los 20 a los 40 años como franja de riesgo.

El cajón de las patologías previas

Cuando hablamos del riesgo de que la COVID-19 acabe siendo mortal, solemos citar la existencia de patologías previas (concomitantes). Lo que explica esta relación es la fragilidad. El cuerpo se expone a un estrés intenso y la condición de base determina su capacidad de resistencia. Pero además pueden darse también factores específicos de cada enfermedad que contribuyan al riesgo.

“Todavía no podemos hacer una valoración sobre cuánto afecta cada patología en particular”, afirma Juan, ya que muchas de ellas tienden a aparecer con la edad y es difícil separar de ella la influencia real. Por el momento, las fuentes oficiales citan estas patologías como aquellas a tener más en cuenta: hipertensión, diabetes, enfermedad cardiovascular, obesidad, un estado inmunitario comprometido, cáncer y enfermedad respiratoria crónica.

En el caso de la enfermedad respiratoria, la asociación parece intuitiva, teniendo en cuenta que la COVID-19 afecta a los pulmones. El cáncer actuaría principalmente a través de la fragilidad, pero también por el uso de ciertas formas de quimioterapia, que disminuyen las defensas de forma drástica y general.

Más dudas generan formas no tan agresivas de inmunosupresión, como fármacos usados en enfermedades autoinmunes y autoinflamatorias.

Un artículo sobre pacientes con artritis tratados con inmunodepresores no detectó un mayor riesgo de que la enfermedad se hiciera más grave en ellos, aunque solo cuatro tenían un diagnóstico confirmado. Otro artículo publicado desde un hospital de Bérgamo también plantea la posibilidad de que el riesgo no sea mayor. Sin embargo, este centra las observaciones en niños y hace una revisión errada sobre la experiencia del SARS y el MERS.

Aunque las evidencias son escasas, según Manel Juan podría tener sentido: “La inmunosupresión es un cajón muy genérico, pero en determinados casos podría estar modulando el frágil equilibrio entre prevenir la inflamación excesiva y dar una respuesta suficiente al virus”.

Así opina también José Hernández: “Nosotros estamos estudiándolo en nuestros pacientes y en unas semanas tendremos los primeros resultados”. No hay ninguna certeza aún, y las personas sometidas a estos tratamientos deben seguir escrupulosamente las recomendaciones para protegerse de la infección. Si se confirmaran las observaciones, podría servir para rebajar la ansiedad que muchas sufren en estos momentos.

FUENTE: Jesús Menéndez SINC

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